Todos están de acuerdo en que el anquilosado aparato del Estado requiere de una urgente reingeniería. Lo malo es que todo queda enmeras palabras.

No se quiere abordar la reforma del Estado, y si se intenta lo único que se dan son medidas coyunturales que no resuelven el problema sino que son meros paliativos para situaciones de contingencia.

Fiscalizar parece ser una palabra desconocida en el diccionario de la burocracia gubernativa. Ejercer fiscalización es velar por la correcta aplicación de las normas y dispositivos, o más apropiadamente es verificar que las cosas se ajusten a la ley y las sanas costumbres.

Por ello es que en nuestra incipiente y precaria democracia se inventó el cargo de Contralor de la República, pero meramente decorativo, pues casi siempre dicha función ha estado desempeñada por un amigo del Presidente, es decir de quien lo nombra. El caso de Alejandro Toledo, que puso como Contralor a su amigo Matute para que se hiciera el loco cada vez que metía la pata o alguno de sus allegados metía la mano es el más emblemático de los últimos tiempos.

Y ahora que Matute empezó a jugar a fiscalizador con la administración alanista, el Presidente creó la ONA con funciones hasta ahora no definidas, pero que en el fondo, tal como está demostrándose, no fiscaliza ni controla nada.

Un gobierno como el del Dr. García no debe temer a la fiscalización, ni debe trabarla sino más bien incentivarla en todos sus aspectos, nombrando incluso como Contralor a alguien de la oposición. Ese es el equilibrio de poderes de que habla la Democracia, y debiera ser el Parlamento el primer ente fiscalizador. Pero en las actuales circunstancias es como pedirle peras al olmo, según coinciden casi todos.

La compadrería y el acomodo siguen siendo las grandes trabas que limitan una acción efectiva de gobierno. Así están las cosas: de nada vale que el Presidente se levante temprano y trabaje duro. Siempre habrá por allí un Banmat.